viernes, 20 de marzo de 2020

La muerte, esa invitación al comunismo

Quién diría que el aislamiento nos haría pensar en los demás. Que esa fantasía sexual de los que hinchan por el equipo del individualismo, la de quedarnos encerrados en nuestras casas con militares en la calle, la ejecutaríamos en nombre del comunismo. Del comunismo en un sentido preciso, es decir estético: nos encerramos por igual, vivimos la experiencia común del encierro, coordinadas todas para alargar un poco más esa otra experiencia que es la vida propia.

La pandemia nos obliga a pensarlo todo entre todos. Lo que ni la asamblea ni los videojuegos pudieron: la primera porque siempre es la alianza de unos contra la de otros, de los que queremos la experiencia común y de los que la bloquean; los segundos, porque no hacen más que multiplicar muchas veces la experiencia individual, y ya sabemos que el mundo no es la suma de todos los individuos. En ninguno de estos dos casos hay que mirar con los ojos aparentemente infinitos de la Historia: en el primero de los casos porque no hay ojos que puedan unir un desacuerdo; en el segundo, porque la suma de todos los ojos no conforman un sólo gran ojo.

Busqué el ojo en el cine. Inútilmente, he ido asistido a los filmes de pandemias. Epidemia, con Dustin Hoffman, Rene Russo y Kevin Spacey se presenta, en apariencia, como un filme contestatario en contra de esos poderes secretos que liberan un virus para luego poder vendernos la cura; por otra parte, Contagio, el filme fordista de Soderbergh, que pone en pantalla los rostros de Gwyneth Paltrow, Jude Law, Matt Damon, Kate Winslet y Marion Cotillard, nos llama la atención acerca del modelo de producción capitalista que permite que un murciélago muerda un plátano que se come un cerdo que toca un cocinero que le da la mano a Gwyneth Paltrow que contagia a todo Estados Unidos. Tanto Epidemia (1995) como Contagio (2011), aunque con mucho discurso sobre los poderosos y el sistema de producción en serie, se quedan cortas sobre esta nuestra experiencia común, porque no consiguen ser más que un mismo filme sobre los rostros de las superstars del Gran Hollywood Gran: no logran presentar el problema de un pueblo amenazado, de ese gran pueblo que llamamos Humanidad por analogía. Son historias individuales que transcurren con un telón de fondo llamado Pandemia, sin poder nunca convertirse en un filme sobre la experiencia común que convoca esa amenaza total.

He pensado en Game of Thrones, a un año exacto de su fracaso: de alguna manera, nos avisó que hay siempre algo por encima de esas disputas que llamamos sin mucho pudor “políticas”. Las disputas por el trono siempre quedarán como un juego de niños ante la amenaza total de la desaparición a manos de los Caminantes Blancos y sus infinitas huestes. Pero más profundo que eso, Game of Thrones nos habló de la memoria, carta maestra de esa metáfora que llamamos Humanidad. Hay algo, eso sí, que la serie que pudo ser la mejor de todos los tiempos alcanzó a mostrarnos sin decirlo: que siempre estemos haciendo memoria es relevante sólo si tenemos la pobre y mediocre esperanza de persistir en el tiempo. El trabajo del escritor, en ese sentido, es siempre humanista, porque valora y aprecia que esa metáfora de la Humanidad siga viva en el mundo posterior a la muerte del virus. Creemos en la muerte porque creemos en la Humanidad.

Y bueno, el deceso reciente de Max von Sydow, ese hombre tan alto como la muerte, me invitó a volver al Séptimo sello. El filme de Bergman que, en sí mismo, es una «imagen salvadora que llamamos Dios»: la peste nos recuerda la muerte como igualdad. La Muerte, ahora con mayúscula, lleva una guadaña que pondrá un límite a lo que los campos de trigo puedan o quieran crecer. La Muerte nos recuerda así que el crecimiento no importa, o más bien sólo importa para ser frenado por el corte limpio de la guadaña. Y pienso en ese corte limpio como la experiencia común que nos faltaba para hacer memoria: ya no memoria de nuestra libertad, sino memoria de que esa metáfora que llamamos Humanidad es tan frágil como el trigo que logró escapar del ojo certero de la Muerte.

La Muerte, fría, aunque no tan fría como el amor en el decir de Fassbinder, parece ser el límite de esta otra imagen vengadora que llamamos Humanidad: no podemos ir más allá de ese guardián, cuyo último obsequio es permitir vernos por única vez como un solo títere que se mira a sí mismo, pero que sus ojos son dos botones. La Muerte, aquella de la guadaña, nos regala esa experiencia común, la experiencia final del comunismo, esa idea ancestral que los dioses discutían con los hombres y las mujeres mortales. Porque hubo ese tiempo, previo a la imagen aterradora de la calavera encapuchada, donde los jardines soleados eran inundados por conversaciones acerca de lo que la comunidad divergente de animales, hombres y diosas podía lograr. Esas conversaciones acerca de las cosas importantes se perdieron en los cortes limpios de la guadaña y se convirtieron en el mito de un tiempo que no llegaría jamás, de un tiempo que fue pero que no volverá.

Quién diría que, una vez más, la guadaña nos amenazaría y, una vez más, antes del fin, nos permitiría gozar de una de esas discusiones comunistas que eran costumbre entre dioses y mujeres.

Esta puede ser nuestra última discusión.

viernes, 3 de enero de 2020

Los cines son como las iglesias


«Los cines son como las iglesias», pensé la tarde previa a la nochebuena de hace veinte años. Pocos días antes, había celebrado mi cumpleaños junto a amigos del barrio y del colegio, comiendo pizza con ketchup y tomando bebida en vasos de plástico. Recuerdo haber recibido bonitos regalos, pero ninguno llamaba tanto mi atención como la promesa que mi hermano me había hecho: sin falta, el domingo posterior a mi cumpleaños, iríamos al cine a ver Pokémon 2000.
          Un mal cálculo hizo coincidir la fecha de cumplimiento de esa promesa con la tarde de navidad. Pero promesas son promesas: revisamos en el diario y la única función disponible era a las 17:40 horas en el centro, lo que nos provocó una sensación de estar haciendo algo indebido, de estar cometiendo una pequeña traición al salir de casa ese domingo de navidad. Salimos al centro atravesados por la tensión ubicada entre el temor de no encontrar entradas, el sofocante calor de comienzos de milenio y el temor de perdernos la cena navideña. Esa sensación proditoria se agudizó cuando llegamos a nuestro favorito cine Hoyts de Agustinas, ubicado justamente detrás de la iglesia San Agustín: no había un alma en el cine, ni en el centro. Tampoco había alguien en la iglesia. Habíamos llegado una hora antes, así que con tiempo en el bolsillo, emprendimos una caminata por nuestro acostumbrado circuito de cines e iglesias. 
          Las iglesias y los cines eran las únicas puertas abiertas en todo el centro. Pasamos a la iglesia San Agustín, después fuimos al cine de Huérfanos; entramos a la iglesia Santo Domingo, luego al cine Grand Palace y terminamos en la Catedral, para luego devolvernos a ver nuestra película. En los cines mirábamos los carteles de los próximos estrenos, mientras que en las iglesias nos deteníamos ante los cuadros que representaban a los santos. Ese consumo indiferenciado de imágenes sacras y profanas, junto con la ausencia respectiva de público, me llevó a pensar que los cines son como las iglesias.
          Esa hora de caminata por el centro una tarde de navidad del año 2000 quedó impregnada en mis pies tanto como en mis ojos, de modo tal que durante los veinte años posteriores nunca dejé de repetir ese recorrido, aunque con variaciones. Algunos domingo lo repetí con mi hermano; ya en el liceo, lo compartí con mis amigos; y mientras estudiaba en la universidad, ocupaba los horarios libres entre clases para hacerlo en solitario. Así es como, a lo largo de 20 años, el circuito de iglesias y cines se fue agrandando espacialmente: hubo mañanas en las que visité un cine y una iglesia que estaban a más de 7 kilómetros de distancia. Tuve que extender el recorrido porque muchos de los cines cerraron, se convirtieron en otra cosa, desaparecieron, a diferencia de las iglesias. Por otra parte, también había tardes en que el recorrido era mínimo y consistía en poco más que cruzar una calle.
          Recuerdo una tarde mínima, en la que caminé desde el Cine Arte Alameda hasta la iglesia San Francisco de Borja, esa neogótica que la dictadura regaló a la policía. Estaban una frente al otro, por lo que el recorrido no implicaba más que cruzar la Alameda. Esa tarde, lejana ya de aquella otra tarde, nuevamente pensé que las iglesias son como los cines, aunque guardando una diferencia menor: mientras la vida de los cines se agota cuando la gente deja de visitarlos, las iglesias sólo desaparecen ante el fuego. 
           Con el tiempo, sin embargo, me he dado cuenta que los cines también se queman, como las iglesias.

miércoles, 7 de agosto de 2019

Wimbledon 2019


Llevo tres noches y serán cinco. Me he aprovechado de una aguda faringitis que me tiene postrado para ver sin presión un set por noche de la final de Wimbledon 2019, en la que se enfrentó Roger Federer con un tenista serbio. Tengo claro que al final de mi camino me encontraré con una derrota de Federer, pero eso no me inhibe el goce que da contemplar aquello que David Foster Wallace llamó «belleza cinética» de los «momentos Federer»: esa experiencia religiosa en la que el hecho de padecer un cuerpo débil, pesado y frágil como el mío se reconcilia con las imágenes del cuerpo danzante de Federer que, como delegado de la divinidad, literalmente juega con sus rivales. Aunque, mientras ellos juegan al tenis, Federer juega a ser hombre.
          En algún pasaje Ludwig Wittgenstein se refería a las reglas del tenis y decía que no había una regla específica que pusiera límites a cuán alto o cuán fuerte uno puede pegarle a la pelota, y lo escribía así porque eso es lo que uno ve cuando ve un partido de tenis: dos cuerpos elegantes intentando poner en jaque al cuerpo del rival, recurriendo a las armas de la fuerza, la precisión y la resistencia. Pero al ver jugar a Federer, al verlo jugar a ser hombre, una se da cuenta que para él se trata de otra cosa, de algo completamente diferente y que quizá nadie nunca llegue a comprender. Y eso es algo que confirma esa anécdota con Philippoussis, en la que el australiano confesaba que, a medida que el cansancio hacía sus estragos, percibía la pelota cada vez más pequeña y veloz como una bolita, mientras Federer la percibía cada vez más grande y lenta, como si fuera una pelota de playa. 
          Y de eso una se da cuenta cuando ve a Federer disputar las pelotas hasta el final: que el tenis para él se trata de otra cosa, que no juega contra sus rivales, que no intenta derrotar al que tiene al frente. Por eso su sonrisa cada tantos puntos y por eso, también, la cara de frustración del serbio tras ganarle la final de Wimbledon: porque el tenis, para Federer, se trata de otra cosa, de algo que no puede ser dicho claramente.
          Podrá ganar el serbio, pero eso a nadie debiera importarle, porque lo que está en juego no es la copa de dos asas que Federer ya ha besado tantas veces, sino esa experiencia mística en la que la humanidad se reconcilia con la idea de tener un cuerpo. De ser un cuerpo.

domingo, 2 de junio de 2019

Un oro que no brilla


He visto un oro que no brilla.
Un oro que vale más que todos los oros,
uno que no tiene precio,
pero tampoco tiene la forma de una moneda.

He visto a quienes, ante ese oro,
no hacen más que alardear:
que lo vieron, que lo despreciaron,
que no lo pueden describir,
o que ya lo derrotaron.

Pienso en la Esfinge, esa cuya voz es la verdad
y cuya mirada es el saber.
La Esfinge aterrizó en la ciudad y todos esos que,
alardeando sobre su propia ignorancia,
no podían sostener las verdades de la voz,
ni podían sostener la mirada del saber.
Esos, los que alardeaban, 
lloraron al conocer el día de su muerte.

El oro que no brilla es inmune a la Esfinge,
porque nada puede pagar,
porque nadie lo puede avaluar,
porque nada lo puede destruir,
y porque nadie lo puede hipotecar.

El oro que no brilla es el material del que están hechos
los ojos de la Esfinge y su lengua.

Cobardes los que se acercaron a la Esfinge buscando saber,
buscando poder,
buscando, en definitiva, 
algo que hacer con todo eso que dicen que ella es.

El oro que no brilla no entrega direcciones,
no tiembla ante el peligro,
no vibra por las injusticias,
no calla ante los mandatos,
ni es capturable por una fotografía.
El oro que no brilla, pues, no brilla.

Ante eso nada queda por hacer más que conservarlo en un bolsillo hasta que la Historia le exija brillar. Y en ese momento, nunca antes, el oro que no brilla dejará de ser oro y se convertirá en aquello para lo que aún no tenemos la palabra precisa.

domingo, 14 de abril de 2019

Auf Wiedersehen


1

Escribir es siempre una manera de despedirse. Nos despedimos de los amigos cada vez que terminamos de escribir algo, de esos amigos que seguirán habitando el recuerdo de una tarde otoño en polerón; pero también nos despedimos de los amores cuando decidimos dar por finalizada una carta. 
Pocas cosas son más difíciles que cerrar una carta de amor, no tanto porque siempre es insuficiente el papel que no puede soportar la tinta de las lágrimas (sean dulces o saladas), sino porque darle fin a una carta de amor significa despedirse dos veces: una, la primera, consiste en despedirse de todo aquello que ya no fue; y otra, la segunda, porque nos despedimos de una persona que no habitará sino un recuerdo de una tarde de verano en la piscina.

2

Me tomó toda una tarde aprender a pronunciar Auf Wiedersehen, una nomenclatura para despedirse en alemán. Una vez que hice mía la pronunciación, no podía dejar de pensar en las situaciones en las que podría llegar a usar la frase. Ejercicio difícil, considerando que implica un cierto optimismo parecido al terrible Hasta luego del castellano o el infantil See you soon! anglo. En alemán suena más como una verdadera despedida, aunque no la signifique. Auf Wiedersehen es algo así como decir que nos veremos pronto, solo si Dios lo permite, pero sabiendo que lo más probable es que no.
Me imaginaba, precisamente, que dos soldados, dos amigos en el campo de batalla se despidieran en alemán.

3

La vida es cada vez más terrible solamente porque cada vez tenemos que despedirnos de más cosas. Primeros nos despedimos de nuestros dientes, luego del colegio y finalmente de la juventud. Despedirse de la vida debe ser la última alegría, un primer saludo: porque despedirse de las despedidas no es una despedida.

jueves, 4 de abril de 2019

Telaraña


No les temo particularmente, pero desde hace algún tiempo que sueño con arañas. No tantas arañas, ni tampoco son tan sueños: en ese momento de duermevela, entre que despierto y aún sigo soñando, puedo ver mi pieza, mi muralla, mi escritorio y mi silla. Y es en la muralla, en el escritorio y en la silla donde veo arañas, a veces un montón o a veces una grande. Y, por lo general, me levanto espantado a fin de hacer algo al respecto. Pero a medida que enfoco mi mirada en las arañas, desaparecen, se desvanecen como si la sensible imagen de un sueño fuera limpiada por la aspereza de la realidad. Anoche, sin embargo, me estaba quedando dormido y un pequeño rayo de luna se filtró para iluminar una araña a pocos centímetros de mi cara: era una araña de rincón que se movía lentamente, como intentando no hacer ruido. Pude, sin embargo, escuchar sus pasitos, acercándose a mi rostro. Pensé, por un instante, que podía ser una de esas imágenes que se me aparecen como fragmento de un sueño. Reaccioné de manera instintiva a aplastarla, me levanté y la envolví en una servilleta. Al despertar por la mañana, recordé lo de la araña y fui a ver el papel que, debería haberla contenido. Pero no había araña, ni tampoco papel.

jueves, 10 de mayo de 2018

VHS


Lo había leído, pero me volvió a aparecer la noticia del fin de la producción masiva de VHS por la última empresa japonesa que lo hacía. En 2016 se terminó de meter en esas cajitas de plástico un rollo virgen en el cual poder grabar una película, un programa y sus comerciales respectivos. La noticia decía que ya no era rentable, pero mientras la leía, algo me producía esa incomodidad que aparece cuando sabemos que estamos recibiendo una pésima noticia, pero sólo nos queda la indiferencia como respuesta ante atroz suceso. No es que se acabe mi vida, pero sí es muy parecido a un desprecio. Aunque más que un desprecio, es una sensación parecida a que alguien te diga: “Bájate, eso ya terminó”. Me sentí como cuando tenía unos diez años y era rey feo con una niña reina que me gustaba, pero con la que sólo podría estar en calidad de reyes del pequeño imperio del colegio. Esa fiesta era terrible porque sabía que debía terminar, a pesar que fuéramos los reyes liderando cada juego. Una fiesta terrible es la que sabemos que va a terminar, es decir todas, porque si una fiesta fuera interminable ya no sería una fiesta, sino que sería el paraíso. O el comunismo.
          El fin de los VHS me hizo recordar mi estrecha relación con el ayudante más fiel de mis cajas idiotas. Con mi hermano, llegamos a tener más de 40 ejemplares llenos con las mejores temporadas de Los Simpson; en mi colección personal estaban los mejores eventos de lucha de la WWF y algunos capítulos destacados de Pokémon. Logré aprenderme diálogos de memoria gracias a la facultad de poder ver, rebobinar y repetir incesantemente cada episodio, hasta que ya no hubiese más que hacer. Cajas y cajas de VHS que, calculando, costaban una fortuna de entonces: costaban $990 los cassettes vírgenes, los cuales había que hacer rendir, porque una grabación de calidad permitía sólo dos horas por cassette, mientras que en calidad baja nos permitía grabar más de 6 horas, el equivalente a casi 18 capítulos de Los Simpson, o un evento completo de la WWF.
          Un VHS fue mi primer acercamiento al porno, una vez que a mi hermano se le quedó entre nuestros recurrentes un regalo que un amigo le había hecho. Yo era muy chico como para masturbarme, pero recuerdo haber puesto el vídeo por equivocación y ver en pantalla máxima un hombre depilado, desnudo sobre una cama de terciopelo rojo, mientras el largo brazo de una rubia lo empalmaba de arriba a abajo, una y otra vez, gimiendo y provocando un orgasmo sobreactuado a ambos. Mi hermano me interrumpió, pero con la complicidad de haberme hecho un favor que no necesitaba.
          También fue un VHS mi acercamiento al cine. Ir con mi tío y mi hermano a los videoclubes vecinales era toda una odisea. Elegir y arrendar, para ver y devolver, era una práctica cercana al comunismo. Todas esas cajas que adornaban los muros de un lugar que podía haber servido de casa o de panadería, era como un paraíso innecesario, era como estar dentro de Netflix. Ver todas esas carátulas e imaginar el contenido de la película era una forma de ver dos veces las películas. Muchas de esas carátulas me persiguen hasta hoy, y muchas aún me representan un completo enigma. Todas esas Máscaras de la muerte, prohibidas en 22 países y sumando, siempre me llamaron mucho la atención, hasta que una vez mi hermano me mostró una: muertes reales, grabadas; una manada de perros devorándose a un niño; un desactivador de bombas con un mal día; una mujer borracha decapitada por un yate; un desafortunado cazador de osos. La naranja mecánica era una portada que siempre me cautivó, principalmente porque la encontraba en la sección “adultos”, siendo que me parecía una carátula tan divertida. Hasta que la vi y me enamoré del cine. Muchas otras son carátulas porno, de las que ahora me doy cuenta, recuerdo mucho las de Tinto Brass, Carla o Monella. También los animé, como Evangelion o Samurái X, cuya manera de llegar a Occidente era por la vía corrupta de unos VHS de mala calidad. Me deslumbré el día en que vimos una película de Ranma 1/2, que contenía muchos más desnudos que los que ya había en la tele pública.
          Recuerdo con cariño que cada noche de brujas, arrendábamos tres películas de terror, para hacer ambiente. Luego de terminarlas, era tan difícil devolverse a nuestras respectivas piezas, que lo hacíamos corriendo y gritando, a fin de hacer espacio en la oscuridad llena de los muertos que acordonaban nuestra memoria reciente. Recuerdo que así vimos El cubo y El juego del miedo. La primera, un cubo gigante que se convertía en un laberinto asesino; la segunda, una de las más brillantes obras maestras del terror, que contaba la historia de un asesino serial que proponía juegos mortales a personas que habían cometido graves errores morales. Tanto el cubo como el asesino en serie, eso sí, escondían un alto nivel de reproche moral corrector que, de una u otra forma, modelaría mi propio interés por ser un sancionador exigente.
          Una tarde mi hermano llegó de la universidad con una joya: un ejemplar pirata de El señor de los anillos. No conocía la obra de Tolkien ni mucho menos, pero sabíamos que esto era grande. Vimos La comunidad del anillo, y la grabación era tan mala que todo se veía en azul. Nos pareció un fiasco tan grande que cuando la anunciaron en los cines, meses después, nos parecía una exageración el revuelo. De hecho no la vimos, sólo lo hicimos mucho después, una vez que vimos la segunda parte, Las dos torres, en el cine y quedamos flipando.
          También teníamos un VHS de mi primera comunión, un evento católico del que reniego hasta hoy con un profundo ateísmo, pero que nos sirvió durante mucho tiempo para reírnos de lo estúpido del rito. También teníamos unos documentales sobre Hitler que pertenecían a un tío neo-nazi cuya predilección por el líder del bigote no era secreta. Sobre uno de esos VHS grabé el concierto que Franz Ferdinand dio en el Festival de Viña, un suceso paranormal para comienzos de los dosmil: una banda indie tocando en tele abierta. Luego sucedió Morrissey, pero a ese no lo grabé. Ambos conciertos los veo a veces por YouTube, pero siento que algo les falta.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Ave del paraíso

Es común amanecer y encontrarme con un patio gris, cubierto por las plumas de una desafortunada que vino a caer en las garras de Antígona. A veces, incluso, entre sueño logro capturar algunos de los gritos inútiles de auxilio de esas víctimas naturales, pero nada hago porque, de una manera perversa y oscura, Antígona cumple con unos de mis mayores deseos. Recuerdo esas mañanas, hijas de noches sin dormir, que no hacen más que cargar moralmente la espalda de quienes no seguimos la ruta de los rectos: al volver de un carrete, mirando a todos esos para los cuales el día empieza con el ánimo de un obrero secuestrado, sentía todo el peso de la mirada del mundo, de ese mundo que juzga las fiestas y castiga el ocio; todas esas miradas, siempre, eran coronadas por el himno de las pajaritas cuyo idioma no me interesaría jamás en aprender. Entonces, que Antígona castigue a esas parlanchinas crías de la opresión un deseo realizado, es como la fantasía de toda víctima que sueña con torturar a su torturador. Sentir morir a esos pájaros me hace acurrucarme feliz en un sueño despiadado.
          Sin embargo, esta vez la imagen era otra, era terrible: al salir vi el patio teñido, pero no por el gris; todo era verde, un verde paraíso. Pensé que, esta primera mirada del día, estaba alterada por algún efecto de luz o algún defecto de mi vista aún somnolienta. Pero no: ahí estaba Antígona, con el hocico untado en sangre ajena y unas cuantas plumas, verdes. Me acerqué a revisar, y no sólo eran plumas de color distinto al gris, había plumas de colores nuevos para mí y un poco ficticios: amarillos atardecer, rosados leche, azules como la camiseta del Inter de Milán, rojos teñidos por la sangre del conflicto, dorados y algunas plumas cuyo color mutaba a cada mirada, como si de un arcoíris temporal se tratara. Esas plumas de muchos colores y tamaños, me hicieron pensar en lo peor. 
          Había leído alguna vez que la muerte de ciertas aves traía los peores males a sus victimarios, lo leí en los relatos de algún europeo que, durante el siglo XVI llegó a las américas con el afán de cazar a los animales nuevos y mostrarlos en el viejo mundo. Mataba despiadadamente lo que fuera, cargando los cadáveres en sacos transportados por indígenas esclavizados mientras andaba por paisajes selváticos. Contaba que, incluso, llevaba algunos indígenas de menor tamaño entre sus ejemplares. Una tarde, secundado por sus transportistas, el cazador dio una flecha limpia en la cabeza de una ave larga, una ave de múltiples colores, cuyas plumas variaban de color según la luz. Los indígenas intentaban decirle algo, antes de salir corriendo, pero el cazador no se inmutó y fue por el cuerpo sin vida del ave, momento en el cual los cadáveres de panteras, jabalíes, pájaros y serpientes cobraron vida por última vez para vengarse de su asesino.
          Así me sentía, mientras Antígona jugueteaba con la cabeza del ave del paraíso descuartizado en mi patio.

sábado, 10 de febrero de 2018

6

Estrella distante de Roberto Bolaño es un libro muy presente en mi día a día. Es un libro que me he comprado unas 7 veces, porque me parece un perfecto regalo para quienes he tenido el placer de conversar sobre arte. Desde que lo leí, su capítulo 6 me parece un objeto de perfecto acomodo para comenzar a conversar sobre los límites entre arte y moral, entre transición y dictadura, entre Chile y otra cosa, entre civiles y militares, entre poetas y escritores. Me parece un escrito, ese capítulo 6, fundamental. Tanto así que suelo recurrir a él para decir cosas. No recuerdo muy bien el resto del libro, particularmente ese capítulo. Es por eso que regalo el libro y me quedo con el puesto vacío en mi biblioteca. Cada cierto tiempo pienso que es un libro, o un capítulo, especialmente cinematográfico, tanto así que ya llevo algunos años trabajando en un guión e imaginando cómo sería llevarlo a cabo con un amigo. He logrado imponer la idea de sólo filmar ese capítulo, porque el resto del libro es más bien literario, no cinematográfico con el 6. Camino a casa de ese amigo hay un puesto que vende libros y algunos son evidentemente falsos. El puesto de libros me llamó por mucho tiempo la atención ya que en su escaparate, en un lugar privilegiado, exhibía sus alas nada más y nada menos que Estrella distante. Ese ejemplar azul marino con el rostro de un águila calva en un cuadrado centrado que imprimió la editorial Anagrama. En períodos en que contaba con mi ejemplar (original) me reía de aquella copia (falsa), pero en el período contrario, de ausencia del libro en mi biblioteca, pensaba en adquirir el falso (a menos de un tercio del precio del original). Pensaba que sería divertido tener el falso, por una parte porque sería el único libro falso en mi biblioteca, y por otra porque no podría regalarlo, siendo ese el ejemplar definitivo.
          Esta tarde, tras muchos años, me acerqué al puesto y pagué a la vendedora el módico precio. Ahora en mi casa lo abro y me fijo que, digno de Bolaño o no, el libro no trae el capítulo 6. están el 5 y el 7, y todo el resto del libro, con excepción del capítulo 6.

viernes, 9 de febrero de 2018

90s - Ser feliz cuando no llueve

A
Lo queramos o no, lo busquemos o no, llega ese momento en que uno ve envejecer a su madre y recuerda con alegría la primera década en la que acumuló memorias. En lo particular, mi primera década es la última antes del milenio, un mundo lleno de imágenes poco nítidas que con el pasar de los años se harían cada vez más claras hasta que todo se volviera tan aburrido como predecible. Me gusta mirar esos VHS con programas grabados desde la tele, donde los luchadores que hoy aparecen como leyendas eran los jóvenes cuyos rostros adornaban la mayoría de las poleras del barrio, o donde jugar a la pelota en la calle al ritmo de los autos que suspendieran el partido era una posibilidad real, o donde pasar una tarde completa jugando Super Nintendo era lo máximo que se podría desear. Tengo esos recuerdos, de grabar Los Simpsons y decidir si borrar un capítulo valía la pena por aquel que iban a dar en la noche (porque $990 no era un valor que pudiéramos pagar como si nada por un VHS virgen); de elegir ser siempre Italia y jugar contra mi hermano (Holanda) una clásica tanda de penales; de azotar el joystick contra el suelo por no poder superar esa etapa del Donkey Kong. Recuerdo obligar a mi hermano a jugar cartas Pokémon y pedirle que me llevara a los torneos, en los que sería humillado por jugadores que me triplicaban en edad. Recuerdo esas tardes de calor seco que se mojaba sólo con las bombitas de agua que no se reventaban contra la carne expuesta de dos niños, ese plástico que se dilataba a la par del dolor del pecho. Mientras tanto sonaba 4 Non Blonde en la radio de mi hermana, una banda que siempre olvidaré su nombre, pero lo recordaré luego. Esos recuerdos no son esencialmente buenos, sino neutros, no son particularmente felices: simplemente son el paisaje de todas esas tardes, que son las mismas tardes que ahora, pero sin el peso de saber que todo eso es como una foto en movimiento que enrolla ese extraño espacio que hay entre los recuerdos y el corazón.

B

Mirando desde ahora, vivíamos en un jardín delicioso: dos árboles se daban las manos por sobre nuestras cabezas y fuertes pilares sostenían la terraza que nos salvaba del sol. El tiempo no existían, por lo que el aburrimiento era la principal fuente de movimiento de nuestros cuerpos. Un verano particularmente productivo, en que el aburrimiento fue el déspota tirano de nuestra imaginación y la TV fue el peor aliado que pudimos conseguir, inventamos cientos de juegos: si mirábamos los árboles que se daban la mano por sobre nuestras cabezas desde cierto ángulo, bien podía convertirse en una red de voleibol; así también, cuando mirábamos desde doce pasos esos pilares celestes, claramente formaban un arco de fútbol. Unas sillas de madera podrían proporcionar la madera para construir armas y usarlas en el marco de una coreografía estilo Gladiadores Americanos; billetes falsos (pero muy realistas) que tuve que imprimir para el colegio, eran el perfecto insumo para bromear a los vecinos que pasaran por fuera de nuestra casa.
          Una tarde tomamos unos de esos billetes y los dejamos en la entrada, tan distantes como un brazo extendido, todo hiperprotegido por el Lucky, nuestro feroz pastor alemán. Desde lejos, desde la casa, mirábamos los billetes y cómo los vecinos que se percataban los deseaban como Homero a la Venus de Milo. Sin esperar nada, mirábamos por horas esos billetes. Los pájaros se posaban en el limonero del jardín y nuestro perro iba de un lado a otro acompañando a cada quien pasaba frente a él. No esperábamos nada, cuando un vecino que ya había pasado volvió con una bolsa. En ese momento se nos abrieron los ojos y el aburrimiento fue interrumpido porque sabíamos que venía algo para recordar en un futuro que no sabíamos que existiría: recordamos que el viejo ya había pasado y que se había detenido un rato, mirando a Lucky, como estudiando sus movimientos, como calculando algo. Volvió el viejo con una bolsa, una bolsa con carne. Y ahí lo entendimos todo, porque había calculado que su mano llegaba, aunque con esfuerzo a los billetes, pero también calculó que el perro le arrancaría la mano si intentaba hacerlo sin distraerlo. Así que fue a comprar la carne, porque seguro que había calculado que esos billetotes valían 10 ó 20 veces lo que gastaría en carne para distraer al cancerbero. Y es como, casi persignándose, tentó a Lucky con la carne y lo tiró lejos de los billetes, para ir rápidamente a los billetes. Tiró la carne, corrió a la reja, largo la mano, y alcanzó los billetes justo cuando Lucky, tras haber tragado el corte completo, corría veloz para arrancarle la mano al viejo cuyo destino estaba cocinado por la divinidad que castigaba a los codiciosos. Saca la mano, evita el mordisco de Lucky, sonríe, celebra, mira los billetes y se da cuenta de la tragedia, como Edipo, pero sin sacarse los ojos. O casi.

jueves, 25 de enero de 2018

Leer en la espera.

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Leer es esperar, esperar una chispa que puede no llegar. Una chispa que nace de la más mínima anécdota y nos obliga a tomar con fuerza el hilo de todas esas horas que, de cualquier manera, serían horas botadas al tacho de la basura. Mi abuela que contaba que la suya siempre le quitaba los libros al son de un reproche: «leer es para holgazanes». Era una época en que ser holgazán era mal visto y la cultura era lejana de los campos. Pero mi abuela —algo que, probablemente me heredó— era una holgazana. La veía mirarme mientras yo leía y algo en su gestualidad me hacía interpretar esas miradas como las de su abuela, porque al final uno siempre se pone del lado de los reprochadores, uno siempre termina por entender a quien le da un reproche. Y es que dedicarse a leer es una maldición, porque no hay progreso, no hay autos deportivos ni chaquetas de cuero, a menos claro que uno lea para. Hay los que leen para aprender a arreglar vehículos, hay los que leen para cocinar ciertas recetas, hay quienes leen para enamorar al ser amado. Pero leer como mi abuela, sin un para, es una maldición, porque uno se siente como el gato que duerme todo el día, no como fin en sí mismo ni como medio para obtener otra cosa, sino que duerme para demostrar al resto que puede dormir.

*

La casa, construida por mi abuela ladrillo a ladrillo, era un cubo de dos pisos. Una casa pequeña en un barrio pobre, antiguo y digno. Era una casa azul, con una escalera externa de pasamanos blancos. La ventana de mi habitación daba al patio: una simple carpeta de pasto verdoso de la misma extensión que la altura de la casa, en cuyo centro florecía una modesta fuente donde ningún pájaro se atrevía a aterrizar, dada la abundancia de gatos. El tiempo que dediqué a leer los Pensamientos de Pascal coincidió con la participación de cinco gatas en nuestra reducida vida familiar: dos eran hermanas, las otras tres eran hijas. Electra era madre de Medea, Lavinia y Edipo; Antígona, hermana de Electra, fue esterilizada a tiempo para no dar a luz. Mi abuela, quien cursaba la plena juventud de la vejez, me decía que eran las reencarnaciones respectivas de su madre, sus hermanas y su hijo mayor. Yo no me reía de esas creencias, porque cada vez había más detalles para fortalecer esa tesis. Mis tardes pasaban entre mirar libros y desviar la vista para observar el jugueteo de los gatos, ya sea entre ellos, contra algún ave que volaba bajo, o produciendo el tormento de alguna inconsciente lagartija. El sol se enfocaba en sus barrigas, haciendo parecer que la vida les pasaba con alguna razón. Muchas veces, por cierto, yo me sentía igual a ellas: leer era mi invento para decir que el día fue provechoso.

*

Hay tardes en que no leía por intentar descifrar las relaciones entre las gatas. La enemistad fraterna entre Electra y Antígona era evidente: ninguna abandonaba la casa, pero si se topaban de frente, irse a las garras era inevitable. Las otras tres apoyaban a su madre, hasta cierto punto, porque eran sometidas al igual que su tía. Electra era la más grande de las gatas, Antígona la más liviana. Sus rutinas se repetían con persistencia, aunque con un margen necesario de innovación: comían cerca de la fuente, bebían de ella; intentaban cazar algún pájaro desprevenido; se subían, de a una, al árbol del fondo; dormían barriga al sol; comían nuevamente; subían al techo de la casa. Cuando estaban en el techo, sobre mí, perdía el hilo de mis análisis, por lo cual siempre mi observación sería oscura en ese punto. Antígona era, para mi análisis, una especie de protagonista. Por una parte encarnaba a mi madre, según mi abuela; por otra, era la única que me visitaba y se sentaba en la ventana, mirándome como yo leía. La quería, porque me miraba gratuitamente, y yo la acariciaba, también gratuitamente. A veces, bajaba con ella en brazos, para sentarnos al sol y descansar de nuestros roles de lector-holgazán y gata-observadora.

*


Las prácticas de Antígona eran simples y rutinarias, por lo que aquella mañana en que no llegó a comer fue como recibir una carta negra. Fue una larga tarde, pensando en si volvería o no. Pensando en que volvería, pero preguntándome por qué no llegaba, por qué no vino a comer, por qué no vino a tomar el sol. Me preguntaba hasta cuándo debía esperarla, si debía salir a buscarla. Los gatos van y vienen, no puede tenérselos amarrados, saltan techos y abandonan sus hogares si encuentran otro. Me preguntaba hasta cuándo debía esperarla, si acaso debía seguir leyendo y, simplemente, llegaría se posaría en el marco de la ventana y me miraría leer. Me preguntaba si llovería, porque esa tarde se nubló, si acaso debía esperarla o salir a buscarla. Antígona era una gata cariñosa, no como las otras cuatro, por lo que era raro que no haya bajado a la fuente durante todo el día. No lo había hecho, y me preguntaba si debía hacerme de la idea de que ya no volvería o no. Si acaso la atropellaron, si acaso la secuestraron, o si está atrapada en un árbol o en un entretecho. Pensé subirme al techo a mirar, pero no sabía si debía hacerlo: la verdad es que no quería alarmarme, ni alarmar a las demás gatas, ni a mi abuela. No quería hacer del tema un problema, para que luego Antígona llegara y todo hubiera sido en vano. Desde mi ventana veía a Electra sentada en la rama del árbol, a Lavinia durmiendo abrazada con Medea, mientras Edipo las miraba. Todos eran nombres sugeridos por mi abuela, personajes de sus tragedias favoritas. La rutina de Antígona era fuerte y que no haya vuelto marcaba una ruptura inevitable en el día: el día se volvió una especie de paréntesis, un día en suspenso, esperando un final que quizá no llegaría. Llegó la noche y Antígona aún no llegaba, lo que hacía el asunto más raro. Antígona tenía un collar negro con perlas plateadas, que combinaba con su pelaje mezcla de blanco y negro. Me quedé toda la noche mirando hacia la oscuridad, a ver si brillaba alguna de las perlas, o si su pequeño cuerpecito se posaba en mi venta. No había leído en todo el día, y pensaba no hacerlo hasta que volviera, si es que volvía.

miércoles, 24 de enero de 2018

Extracto de "Discursos de los no vencidos"

Traducción de Nicolás Ried.

El poeta ya lo dijo: la corona laureada no llega cuando nos sirve para seducir a la dama de labios morados, sino cuando es inútil, en la vejez, como si fuese tierra arrojada en el rostro por nuestro propio sepulturero. Y puede que, incluso en ese momento, la Fortuna nos siga siendo esquiva: hay quienes celebran la derrota, para aparentar desinterés; como hay quienes la persiguen de frente, intentando seducirla con determinación.
          Ya lo dijo el canciller: Fortuna sólo guiña el ojo a los preparados. Los virtuosos se preparan toda la vida para un momento que no llegó; los suertudos no saben abrir el cofre que conserva su divinización. Pocos son los que pueden parar el rayo que los sepulta para erigir a un costado de su cripta el monumento más duradero que el bronce.
          Es que hay veces en que, como decía el campeón, dos pasos hacia atrás significan luego tres hacia adelante. Hay veces, claro, en que una derrota no es más que eso. Eso es lo que ustedes, jóvenes, deben evitar: creer que sus derrotas son victorias simbólicas, triunfos secretos o ganadas malinterpretadas. 
          Como escribió el filósofo: a veces, la mejor manera de ganar es dejarse vencer. Pero hay que estar atentos, porque nunca hay que perder de vista lo más evidente: el que se deja ganar, pierde. Celebrar íntimamente una derrota no es sólo engañarse, sino mentirle a la Fortuna.
          Hay vencedores, hay vencidos. Lo importante es entender que unos y otros son simples roles en un gran teatro de moribundos y reyes, de sirvientas y guerreras, de perros y pájaros cantores. Porque hay vencedores, hay vencidos y, al fondo, están los no vencidos. Son esos últimos los que entienden el valor de ser rey, perro y sirvienta a lo largo de una misma noche.

lunes, 17 de julio de 2017

Extracto de "Breve colección de historias sobre la tristeza".

Selección, traducción y notas por Nicolás Ried.

[Nota del Traductor: Esta selección corresponde exclusivamente a capítulos contenidos por el libro tercero de "Breve colección de historias sobre la tristeza", conocido como "Libro del amor".]

64. De la actriz extranjera que fue retratada por un pintor durante tres años. La actriz debía interpretar a una mujer triste, pero ella era feliz. La felicidad de la actriz se debía a su dichoso amor. El pintor vio la obra sobre la mujer triste y notó que la actriz no la representaba bien porque ella era feliz. El pintor se acercó a ella y le preguntó por su felicidad, a lo que la actriz contestó con una bella historia de amor. Ambos se hicieron amigos y el pintor le ofreció retratar su felicidad. Cuando el pintor iba a retratar a la mujer en su taller, ella apareció en el umbral de la puerta con la misma tristeza de los árboles en un bosque en llamas. La tristeza de la mujer, que era similar a la del personaje que interpretaba, se debía a la muerte de su amado producto del mortal veneno de un ave infernal. El pintor quería retratar la felicidad de la mujer, pero se conformó con retratar su tristeza. La actriz aceptó el retrato, a pesar de su estado. El pintor chocó con el problema de los colores, pues no hallaba la pintura precisa para retratar las lágrimas de la actriz, por lo que sus sesiones se resumían en conversaciones sobre el amor. Esto fue así durante tres años, con interrupciones debidas a las giras de la compañía de la actriz. Finalizados esos tres años, durante un verano, la actriz no llegó al taller del pintor y él supo que ella había muerto, lo que le permitió terminar el cuadro.

65. Del cuadro que el pintor hizo sobre la actriz. Una rica viuda portuguesa visitó el taller del pintor, una vez que este ya había muerto. La viuda no pudo más que fijar sus ojos en la obra que retrataba la profunda tristeza de la actriz y se puso a llorar. Sus sirvientas, que eran seis, nunca habían visto llorar a su señora e imitándola lloraron. El gestor del taller que dirigía la visita de la viuda miraba esta escena desde lejos: una actriz que actuaba un llanto en un cuadro, una mujer rica que lloraba por ver el llanto de la actriz y seis sirvientas que simulaban un llanto por cariño a su señora. El gestor lloró.

66. Del llanto que el gestor nunca olvidó. La viuda no compró el cuadro de la actriz porque no podría haber soportado mirarlo más de una vez en su vida y el gestor la entendió. Pocos meses después, el gestor se enteraría por los labios de una de las sirvientas que la viuda había muerto, y que antes de morir recordó el cuadro de la actriz y mencionó el nombre de su difunto marido. El gestor recordó a la mujer llorando frente al cuadro de la actriz y pensó en el cuadro que se encontraba en el taller que ya no visitaba. Esa misma tarde fue al taller, que quedaba fuera de la ciudad, y al entrar notó el vacío en el muro: entre los cuadros de plantas que el pintor habituaba a realizar, había un espacio vacío y era el espacio donde estaba el cuadro de la actriz. El cuadro había sido robado, pues la ventana más alta del taller estaba rota y el gestor lo notó. El gestor se dirigió ante el espacio vacío y lloró.

67. Del gestor que se convirtió en pintor por gracia del trabajo. El gestor miró el espacio vacío que dejó el robo del cuadro de la actriz que lloraba y un pájaro infernal se posó sobre sus hombros, produciendo en él una tristeza tan profunda como la que estaba en el cuadro que ya no estaba ahí. Con el tiempo, la tristeza se hacía más grande cada vez que el gestor intentaba recordar cómo era el cuadro: cuál era la posición de la mano derecha de la mujer, cuál era la forma de la lágrima que rodeaba su mejilla izquierda, cuántos pétalos tenía la rosa que adornaba su vestido. Una nube de preguntas oscurecía el cielo del gestor y permitía el aterrizaje de los pájaros en su hombro. El gestor dejó su trabajo y cayó en una profunda tristeza, de la cual sólo pudo salir una vez que decidió hacer una reproducción del cuadro, tal como lo recordaba. Primero, el gestor tuvo que aprender a pintar, pues nunca había estado frente a un lienzo en blanco. Revisó el antiguo libro de pintura que estaba en la biblioteca de los sabios, pero también leyó algunas historias sobre la tristeza.

67.1. De una de las historias que leyó el gestor en la biblioteca de los sabios. Se atribuye a los pájaros infernales la facultad de terminar con una vida, siempre que no haya una razón para que esa vida termine. Cuenta la historia que un pájaro, aburrido de no conocer nada de las vidas con las que acababa, bajó a la tierra y escuchó los llantos de las personas. Muchos de los humanos, se fijó el pájaro, decían llorar por causa del amor y pedían que su vida terminara. Al pájaro no le pareció malo cumplir con el deseo de esas personas y picoteó el corazón de los tristes que sufrían por amor hasta que morían. Así, el pájaro terminó con vidas a lo largo de tres años, a pesar de la prohibición existente sobre terminar con vidas teniendo en consideración una razón. El pájaro conoció muchas historias de amor, de diversos contenidos y características, pero siempre tenían en común un amor que se rompía, una conjunción que se desligaba, dos que eran uno y que volvían a ser dos. Pero una vez el pájaro escuchó a un joven y su llanto era causado por un amor que no podía ser, un amor no correspondido, un uno que no podía dejar de ser dos. Pensó el pájaro que este caso no era igual al de los amores que se terminaban, pues este era un amor que no comenzaba. Por eso el pájaro no picoteó el corazón del joven, sino su estómago.

68. De la pintura que el gestor hizo y de lo que hizo con ella. Tras tres años de estudios y ensayos, el gestor quedó conforme con la reproducción que hizo del cuadro de la actriz que fue robado del taller. Su conformidad no se debía a la similitud con el cuadro original, sino a que el cuadro consiguió dar cuenta de la tristeza tal como él la imaginaba. Más allá de la apreciación del gestor, la pintura guardaba un profundo parecido con aquel que el pintor hizo mirando con sus ojos a la actriz; de hecho, la selección de colores y el uso más liviano de sombras por parte del gestor, hacían que este segundo cuadro retratara de manera más fiel a la actriz. De eso, sin embargo, el gestor jamás se enteraría. Con este orgullo, regaló el cuadro a su mujer, una mujer mayor que él. Ambos podían contar una bella historia de amor, por lo que a la mujer le produjo tristeza cuando se enteró de labios de su amado de la historia de la actriz. Transcurrieron tres meses exactos desde que el gestor colgó el cuadro en su casa para que su mujer muriera de causas inexplicables. El gestor atribuyó al cuadro la muerte de su amor y lo vendió a un precio muy bajo a un extranjero. Al poco tiempo, el gestor ser colgó de un árbol y murió.

69. Del salón que compartieron ambas pinturas. Por azar, el comprador del cuadro que pintó el gestor era quien, hace unos años, había comprado el cuadro robado que hizo el pintor sobre la actriz. Sin conocer la historia verdadera de ninguno de esos cuadros, el comprador los puso uno al lado del otro, porque guardaban cierto parecido entre ellos. El salón que adornaban ambos cuadros fue bautizado por su dueño como el “salón de la alegría”, ya que en un gran baile que ahí se realizó conoció al amor de su vida, una actriz muerta que nunca le correspondió su amor, pero que lamentablemente murió de tristeza por perder a su amante.


[N. del T.: La palabra para “pájaros infernales” se escribe distinto pero se pronuncia igual que la palabra utilizada para “amor”, la cual a su vez comparte raíz etimológica con la palabra utilizada para referir a una pintura.]

viernes, 14 de julio de 2017

El día más frío del año.

Era el día más frío del año. Anunciaron nieve en la plaza Italia y la gente estaba expectante, con cierto grado de miedo porque acá nunca nieva. Yo no tenía frío, porque estaba caminando y me iba a encontrar contigo. La primera vez que nos vimos me dijiste que te gustaba el karaoke y tejer, eso sumado a tus lentes explosivos y tus cejas rebeldes, supe de inmediato que tus besos sabían a revolución. Desde ese día de mayo, no pude dejar de imaginarte en cada conversación con algún desconocido: pensaba en qué dirías aquí o en cómo te hubieras vestido si fuéramos pareja en esta pista de baile. Pensaba en cómo verías sin tus lentes o si era verdad que te gustaba tejer. Pensaba mucho en ti, incluso el día más frío del año.
          Desde ese día de mayo, que fue hace varios mayos, no había dejado de hablar de ti. Sentía que tejí con tu recuerdo un palacio invernal que nadie me creía que existiera. Un palacio fascinante que se derrumbó a penas te vi a lo lejos de nuevo. Sólo quería probar el sabor de tus besos, de confirmar esa revolución y detener el reloj de la historia que nos separaba incluso el día más frío del año. Nos saludamos un poquito y nos reímos de la gente sugestionada: no hacía tanto frío, pero la gente actuaba como si fuera el día más frío del año. Una madre llevaba a su hijo envuelto en tantos abrigos que después nos dimos cuenta que había olvidado al hijo en su casa y caminaba por el parque cargando un montón de parkas, bufandas y guantes que no protegían a nadie de ningún frío. Nos reímos y sentimos un viento en la cara. Nos tocamos las manos y comparamos temperaturas. Nos pasamos el calor, el poco calor que teníamos, compartiéndolo sin ningún fin más que seguir el guión del día más frío del año.

          Pronto nos refugiamos y mirábamos desde la ventana cómo la gente iba caminando cada vez más lento por las calles iluminadas por un sol bajo cero. Veíamos cómo las personas, que parecían muñequitos de plasticina, se iban deteniendo, cada vez más lento, hasta que se congelaron. Nos asustamos. Aunque en verdad yo estaba contento, porque el mundo congelado sería una buena excusa para probar un primer beso con sabor a esa revolución que rompería todos los hielos del mundo. Un cariñito que mostrara la gran mentira del día más frío del mundo.

lunes, 3 de julio de 2017

Foto de chocolate.

Esos lentes gruesos que perdiste una noche estaban cubiertos de chocolate. Tu sonrisa de labios secos que me gustaba lamer también derramaba chocolate. Tu cuello blanco estaba negro y mi chaleco amarillo también. Esa tarde te presté mi chaleco, porque hacía frío, y decidiste mancharlo con todo el chocolate de tu casa. Recuerdo esa tarde, la recuerdo como un espectador feliz. Querías sorprenderme cocinando un brownie y tu hermano chico asomó por la ventana. Siempre sentí que querías sorprenderme, aunque yo no lo necesitara: si me hubiesen sacado una foto en ese momento, yo estaría empapado de ti, como tú del chocolate. En el fondo, no sabías preparar el brownie, así que usaste el chocolate como excusa para arruinar el plan: me autoboicoteo, decías siempre. Pedimos una pizza, recuerdo. Una pizza con choclo que nos gustó más que el hipotético brownie. Llevábamos poco tiempo dándonos besos, y por costumbre lo hacíamos a escondidas. Éramos chicos y nos gustaba creer que esa pequeña historia podríamos escribirla algún día. Una historia pequeña llena de otras historias aún más pequeñas. Un conjunto de breves anécdotas sobre libros, sexo, cine, mentiras, juventud y chocolate.

          Miro que esta foto es tu primera foto de perfil en Facebook, lo cual nunca entendí como una declaración de amor, más bien como parte de tu estrategia de purga. Me produce ternura esa tarde de chocolate, aunque tristeza el hecho que esos labios secos ya no existen. La última vez que nos vimos debí haberte pedido esa sonrisa, pero no lo hice. No lo hice porque en la foto hay una verdad irrepetible, una verdad de chocolate.

lunes, 26 de junio de 2017

Mi gata Antígona, o sobre el comunismo.

A primera vista, es una masa blanca y negra. Una masa llena de ojos, con algunas manchas negras que forman pequeños continentes. De esos continentes, a veces, se descuelga una pata, con pequeñas garras. Algunos colmillos aparecen luego los continentes alternen su color entre blanco y negro. Los ojos azules se turnan con los verde. Un revoltijo silencioso de pelo, con continentes, uñas y dientes. Un revoltijo se separa de otro y dejan de ser esa masa unitaria. Ahora son dos o tres. Cinco. Cinco masas, cada una que aparece diferenciada de la otra, tan diferenciada que nos damos cuenta que ya no hay continentes negros en lo blanco, sino que cada uno era un continente, separado e individual. 
          Era una masa innombrable, sin límites. Casi una herejía que no podía ser bautizada. Ahora, en cambio, aparece la Historia misma en sus límites. Podemos empezar a imaginar rostros en lo que era simplemente una aberración ominosa. Lo indecible se transforma en lo nombrable, se transforma en un conjunto de nombres que la Historia misma dio a luz en más de una ocasión: ahí están Antígona y Electra, como guardianas de la individualidad de esas masas; Apolo observa quito, como una de sus representación; Juana, en honor a la santa de Orléans, se confunde con otra de las herederas del destino. Cinco rostros que aparecen en la forma de cinco animales.
          De esos cinco animales, la única que me devuelve la mirada es Antígona. Desde una pequeña cueva, su mirada trasciende la oscuridad. La cueva amplifica el maullido y anuncia un cierto lazo que cubrirá un saludo. Un saludo y ya es una gata. Saludar a un gato significa ofrecer un lenguaje que, de ser respondido, será común. Será como comer del mismo plato o dormir la misma siesta. La misma mancha, los mismo dientes, las mismas uñas. De manera suave los límites se confunden y una mano ya no es más que una garra. Al revés. No hay manera ya de definir una diferencia.
          Cualquier ruido interrumpe esta relación y el algodón se disuelve en agua. Una especie de espiral confunde el tiempo con la mirada, con un beso. Todo se convierte en un salto suicida interrumpido que se acumula en la Historia y arrumba esos nombres. Todo termina de golpe con la interrupción, que puede ser un pájaro o una sombra. Todo se agota y vuelve a ser mi gata, Antígona.
          La veo dormir y reconozco que somos distintos, que no somos lo mismo, no estamos en lo mismo. Y me entristezco al pensar que en la vida solo podemos vivir de a uno. Me avergüenzo de esa tristeza y me siento en el banquillo de los nostálgicos para decirme en voz alta: “No hay nada que hacer”.

          Lo que verdaderamente me entristece es que, a primera vista, ya no somos una masa: somos una suma de puntos finales.

martes, 7 de febrero de 2017

Tenis.

Un recientemente editado libro con ensayos de David Foster Wallace, El tenis como experiencia religiosa, me ha reconciliado con el deporte blanco. Y “reconciliado” es la palabra con la que DFW consiguió cautivarme. La utiliza de manera vistosa en dos momentos de su segundo ensayo, Federer, en cuerpo y en lo otro, donde sostiene que el tenis representa una “belleza cinética” que nos muestra de manera efectiva la bendición de tener cuerpo ante la la maldición de padecerlo: nos reconcilia con el hecho de tener un cuerpo al mostrarnos la belleza de movimientos dibujados por las deidades del tenis, en específico Roger Federer. La segunda vez que utiliza la reconciliación como objeto de belleza es a propósito de la inspiración que los jóvenes talentos pueden obtener de Federer, quien vence a la brutalidad y la fuerza del tenis moderno con la sutileza y elegancia de una divinidad: esta experiencia es reconciliatoria entre nosotros y el uso de nuestros cuerpos, es el paso del dolor al éxtasis.
          Una reconciliación está precedida por un momento de separación dramática. La figura de esta separación es la del gesto de rotar la cabeza, cerrar los ojos bruscamente y abrazar la cabeza con un brazo para anular definitivamente la vista de lo que tenemos al frente, a la vez que alejamos ese objeto con un brazo extendido. Ese gesto tiene por objeto una imagen atroz, pero que sólo fue atroz de manera repentina, o más bien: siempre lo fue, pero caímos en cuenta de su asquerosidad en el acto, como sería estar comiendo bichos y caer de cuenta mientras el bolo alimenticio baja por la garganta. La reconciliación del cuerpo que sugiere DFW está dada por el hecho de tener un cuerpo y padecer todas sus cargas, como son el dolor, el paso del tiempo o la torpeza, pero contemplar su belleza un instante (en lo que el autor llama “Momentos Federer”).
          Mi reconciliación está dada por el hecho de no haber conocido a mi padre sino hasta que era mayor de edad, pero a la vez haber vivido una infancia en que él estaba presente de manera imaginaria por la vía del tenis. Mis cumpleaños se destacaban por pelotas de tenis y raquetas Dunlop que estrenaba con mi hermano (que no es mi hermano en estricto sensu, sino lo que un angloparlante se daría en llamar “bro”, dado que no tenemos vínculo biológico más que el de primo/tío en quinto grado), jockeys y muñequeras Nike que me hacían sentir un mini Sampras, o afiches de Agassi autografiados. Sin haber visto nunca a mi padre, sabía que él era una autoridad en tenis. Era el director de la revista más importante de tenis en el país, precisamente en el momento en que el tenis fue el deporte que mayor interés suscitaba gracias a Marcelo Ríos. La revista llamaba enormemente mi interés, tanto por los nombres que en ella aparecían (Mark Philippoussis, Serena y Venus Williams, John McEnroe, Pete Sampras, Leyton Hewitt, Martina Hingins, Boris Becker, y otra veintena) y que me producirían un ruido instintivo hasta la fecha, como también por el hecho de que alguien pudiera levantar una revista por sí mismo. Eso motivó a que de niño mi juego favorito fuera el crear libros o revistas, pero también el hecho de saberme cercano al tenis. Lo anterior, se coronaba con que mi hermano -diez años mayor que yo- se volviera un fanático del tenis. Mirar tenis los fines de semana por la mañana e ir a jugar a una cancha pública por las tardes nos hizo matar el sol que quemaba sobre nosotros. Yo jugaba con las raquetas que mi padre encarnaba y me sentía bendecido por un misterioso talento innato.
          Sentía que el tenis era el fruto que el árbol de la genealogía me daba. No conozco si acaso sufro algún déficit producto de la ausencia paterna, pero sí la figura paterna fue reducida a pelotas, raquetas y nombres. Muchas veces confirmé el mito que mi madre me relataba sobre el padre por fuentes indirectas que me relacionaban a él sin que yo dijera mucho sobre el tema. Extrañamente formé amistades con hijos e hijas de amigos suyos que no pudieron sino subrayar el asunto. Y como asunto, no podía sino transformarse en un issue juvenil que estallara en un desprecio por el símbolo del tenis. Y el tenis, junto con desaparecer del mapa nacional, desapareció de mi campe semántico. Desapareció con el gesto previo a la reconciliación que bien podría ser descrito como un trauma, pero más justamente debería ser catalogado como un resentimiento.

          Y es la quirúrgica, microscópica y obsesiva escritura de DFW la que estimula mi mirada reconciliatoria (porque DFW escribe como si tuviera una enfermedad en el cerebro que le impide olvidar detalles). Es DFW el que logra hacer del tenis un deporte, a la vez que un objeto contemplativo. Ya no es ese templo sagrado y elitista que pocos aprecian por sus formalidades ridículas, y tampoco es el recuerdo vergonzoso de sentirme en un Grand Slam que resultaría ser falso, sino que es un bello conjunto de experiencias que pueden ser descritas, con lo cual puedo voltear la cabeza, abrir los ojos y bajar los brazos para mirar de frente en YouTube los mejores puntos que Federer le convirtió a Nadal en cancha de pasto.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Extracto de “Manual para afrontar el cielo y el fracaso”.

Traducción y notas por Nicolás Ried.

I

La expresión japonesa “Nintendo” (任天堂) sintetiza de manera espléndida nuestro objeto de estudio: “Deja tu suerte al cielo”. El cielo, fuente de calor, luz, estrellas y avistamientos poco serios,  es también la fuente de todo fracaso. 

[…]

[Nota del Traductor: El pasaje II no sobrevivió al incendio que afectó a la biblioteca que contenía el único ejemplar de este manual. Por referencias externas al presente, sabemos que este segundo pasaje hacía referencia al calor y cómo se diferenciaba de otros tipos de energía provenientes del cielo, como por ejemplo la luz de los planetas y las estrellas. También contenía una breve referencia a la luz proveniente de los ojos de los muertos.]

III

El calor, en nuestro caso, no es un mal que destruya específicamente tus intenciones desde el cielo: no es el antiguo rayo de Zeus que, forjado por los cíclopes, tenía escrita tus iniciales en su punta y acabaría con tus deseos desde su origen hasta su esplendor. El calor es esa forma de destrucción lenta e imperceptible que, después de un tiempo, provoca que sea olvidada como destrucción y sea recordada como un antiguo monumento a lo triste de nuestros tiempos y que nunca fue de otra manera. 

IV

Y es por eso que ya no tenemos el mismo cielo que el de los amantes que se regalaban constelaciones o el de los líderes que proclamaban que, ante el cielo, éramos todos iguales. Nuestro cielo ya no nos entrega constelaciones sino OVNIs: la constelación, pétrea y sempiterna, permite la guía de los navegantes, de esos que sin tener un rumbo viajan en busca de tierras inexploradas; el OVNI, en cambio, es la prueba del fracaso de la suerte proveniente del cielo, ya que en una mezcla entre contaminación lumínica y falta de imaginación, se nos aparece una luz que vacila de aquí a allá mostrándonos que ya no hay astrología posible. El OVNI viaja de un lugar impensado para decirnos que somos un lugar que no es digno de ser visitado, como si el rayo de Zeus se arrepintiera de destruir nuestro destino. El OVNI es la prueba de que en el cielo no hay suerte, al menos no hay buena-suerte. Porque, claro, que los cíclopes hayan forjado el rayo que destruirá tu vida habla de un tiempo divino que fue utilizado en tu contra, de una declaración de dignidad por parte de los dioses, algo que el OVNI no se da el tiempo. [N. del T.: La expresión “OVNI” es contemporánea, aunque precisa considerando la expresión original del autor.]

V

Con todo, es pertinente la pregunta que se hacía uno de los más grandes pensadores del siglo XI: ¿Qué es una nube? Por cierto, una nube no es lo que algunos han dado en llamar “la antítesis del Sol”, a pesar que hay estudios que dan por cierta esta tesis: muchos niegan que el Sol y las nubes sean opuestos por un error de categoría, ya que la estrella mayor nada tiene que ver con los gaseosos ejemplares, no obstante se ha argumentado que las estrellas no serían más que gases en una densidad tal que no lo parecen. Mas, dejando de lado esa discusión de expertos, aquí nos queda situar a las nubes en la página de aquellos obstáculos de la luz, de aquello que no permite mirar al Sol ni a las estrellas. Y, aunque un obstáculo, la nube es la causa y la señal de toda lluvia […] [N. del T.: Este fragmento perdido se estima que cerraba en pocas palabras el presente apartado.]

VI

Hay un lugar donde podemos estar bajo la lluvia y a la vez no. Todo quien haya estado en un paraje plano del sur de América o del norte de Escandinavia, podrá haber visto desde lejos cómo se forma una densa nube que produce en acto una lluvia robusta. No hace falta tener mucha imaginación para pensar en pararse justo en el límite en que esa lluvia deja de mojar. Ese lugar privilegiado es la coordenada perfecta para entender lo que significa la enajenación presente en los tres grandes estados emocionales por excelencia, a saber: el enamoramiento, el entendimiento y la fe.

VII

Podemos retomar y decir que una nube es una salvación de la creencia en el cielo. Es un milagro que nos impide caer en la mirada los seductores ojos estelares que nos incitan a arrojar nuestra fortuna en sus formas, luces y movimientos. Por cierto y contra todo instinto, hay quienes buscan el origen y destino de sus males en la forma de las nubes. A este arte, bautizado como “nubología” o “nubiología”, nos queda sólo caracterizarlo como una manera más de incomprensión de lo que significa el cielo, algo a lo que nos referiremos en el apartado XXXIX. [N. del T.: Cabe destacar que los apartados posteriores al XI no se han conservado.]

VIII

Hay quien preguntará por si acaso el viento juega algún rol en esta lectura sobre el cielo. Sabido es que las nubes son movidas por el viento, mas las estrellas lo son por la gravedad, con lo cual una pregunta aquí es primordial: ¿Qué es lo que al cielo mueve? Una pregunta anterior, por tanto, sería la de si acaso es la estrella o la nube el protagonista de aquello que hemos dado en llamar “El Cielo”. Para resolver esa interrogante, es preciso estudiar el siguiente caso: un soldado que escapó de la batalla fue a dar a los espesos bosques anteriores a la ribera del Danubio. Obcecado por su alta traición y lo que ello implicaba moral y jurídicamente, miraba al cielo cada noche al prepararse para su descanso y contemplaba cómo las nubes se retiraban para dar paso a las estrellas. La mayor parte del día el soldado miraba los arbustos ricos en setas o esperaba sin parpadear la salida de un conejo de su cueva, por lo que sólo en la noche podía mirar el cielo que le regalaba un claro del bosque y contemplar la retirada de las nubes que daban paso a las estrellas. Tras semanas de supervivencia mediocre, el soldado pudo aparecerse en una ciudad en la que no podrían reconocer su traición, siendo ese lugar donde miró el cielo de día por primera vez en semanas. Ese hecho le produjo una extraña sensación de alegría, que desembocó al proferirle a un peregrino: “Te has fijado, si no fuera por estas nubes podríamos apreciar las estrellas durante el día”.

[…]

[N. del T.: El pasaje IX se ha perdido de manera íntegra, pero por referencias de la época sabemos que en él se daba una interpretación del caso del soldado traidor. Concluye el autor que el movimiento del cielo está dado por un motor superior al viento o la gravedad.]

X

No nos sería posible avanzar sin responder a la famosa crítica que el Prestigioso Letrado del Norte nos haya hecho en más de una ocasión. ¿No será que, en nuestra incomprensión del mundo nipón, entendemos la noción “cielo” como algo, siendo que ella es nada? Esta pregunta podrá revolvernos una y otra vez el cerebro si no la tomamos con la seriedad que amerita. Lo que nos señala El Prestigioso es que podrá ser el caso que nuestro destino esté arrojado a un sinsentido, ya que sobre el cielo no haya un jugador ni de ajedrez ni de otro juego adversarial. Podemos imaginar que sobre el cielo haya cosa alguna, pero esa ausencia de cosas sería precisamente aquello a lo que llamaríamos “El Cielo”. Con todo, las respuestas en este punto son banales, toda vez que el cielo no es causa de nuestro destino, sino su manifestación más clara. Bajo la lectura de El Prestigioso, la frase mandatoria nipona sería leída como “Deja tu suerte a la nada”.

XI


Bien podemos, en esta altura, decir algo sobre cómo enfrentar esa infinita mordedura de la que no nos libraremos sino con la ingenuidad del soldado traidor: el cielo es aquello que todos queremos pensar como inexistente, siendo eso lo que nos hace iguales bajo el mismo y bastardos de sus decisiones.