La micro iba vacía, como acostumbra ser en el
horario de los descoordinados. Me gusta descoordinarme del baile de la ciudad
para, por ejemplo, silbar o leer en la micro. Esta vez leía. Leía un relato
erótico entre dos hermanos, de Paul Auster. Me sentía como un niño diciendo groserías
sin ser advertido. Una sonrisa me formaba el rostro. De pronto, despego mi
vista del libro y miro al frente: ella me mira y ser ríe de mi torpe risa sin
sentido aparente. Ella reía más que yo: su risa formaba con mayor presión su
rostro.
El
momento de la risa mutua se detiene. Guardo mi libro, para avanzar en el
milagroso contacto visual, en el mismo momento en que ella saca un libro
propio. Mi experticia editorial me hizo reconocer, casi con certeza, que se
trataba de un libro de Roberto Bolaño. Volví a sacar mi libro de Paul Auster
con la mayor normalidad que se puede en una micro habitada solamente por
alguien con quien se compartió una risa inventada.
Sentía
el peso de su mirada sobre mi libro, sentía el esfuerzo extra por descifrar el
título de mi libro. No podía interceptar su mirada, pero sí pude confirmar la
autoría de su libro. Efectivamente, leíamos, avanzábamos las páginas, pero a
ratos mirábamos por la ventana. Confirmé que mirábamos las mismas cosas,
nuevamente, gracias a la risa: era una mañana de otoño y al costado del cerro
Santa Lucía había un joven cuya mirada perdida se confundía con las muertas
hojas de los árboles cayendo. Por supuesto, ambos pensamos en lo clisé de la
escena sin poder creerlo. Nos miramos y nos reímos. Ella se bajó, luego, yo me
bajé.
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