martes, 9 de junio de 2015

La risa.

La micro iba vacía, como acostumbra ser en el horario de los descoordinados. Me gusta descoordinarme del baile de la ciudad para, por ejemplo, silbar o leer en la micro. Esta vez leía. Leía un relato erótico entre dos hermanos, de Paul Auster. Me sentía como un niño diciendo groserías sin ser advertido. Una sonrisa me formaba el rostro. De pronto, despego mi vista del libro y miro al frente: ella me mira y ser ríe de mi torpe risa sin sentido aparente. Ella reía más que yo: su risa formaba con mayor presión su rostro.
            El momento de la risa mutua se detiene. Guardo mi libro, para avanzar en el milagroso contacto visual, en el mismo momento en que ella saca un libro propio. Mi experticia editorial me hizo reconocer, casi con certeza, que se trataba de un libro de Roberto Bolaño. Volví a sacar mi libro de Paul Auster con la mayor normalidad que se puede en una micro habitada solamente por alguien con quien se compartió una risa inventada.
            Sentía el peso de su mirada sobre mi libro, sentía el esfuerzo extra por descifrar el título de mi libro. No podía interceptar su mirada, pero sí pude confirmar la autoría de su libro. Efectivamente, leíamos, avanzábamos las páginas, pero a ratos mirábamos por la ventana. Confirmé que mirábamos las mismas cosas, nuevamente, gracias a la risa: era una mañana de otoño y al costado del cerro Santa Lucía había un joven cuya mirada perdida se confundía con las muertas hojas de los árboles cayendo. Por supuesto, ambos pensamos en lo clisé de la escena sin poder creerlo. Nos miramos y nos reímos. Ella se bajó, luego, yo me bajé.

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